No me gusta
la leche, ni su sabor ni menos el olor y por nada del mundo ese vaho que
desprende cuando está caliente e impregna la casa. Sobre gustos no hay nada
escrito, pero no la puedo soportar. No pretendo en este escrito ponerme a
analizar sobre los orígenes del hecho, sino plantear como bien me puedo
comportar como lo que detesto. Solo quería aclarar que a veces la puedo pasar
muy disfrazada (quizá mezclada en algún licuado o eventualmente en un
submarino, pero en muy pocas ocasiones)
Lo que me
tiene preocupada es todas las veces en las que salto como leche hervida.
En esos casos las situaciones pueden plantearse de dos maneras:
En esos casos las situaciones pueden plantearse de dos maneras:
1)
Ya
arranco el día mal predispuesta. Eso lleva a que con cualquier cosita que no
decodifico bien me haga salta como leche hervida.
2)
Estoy
relativamente tranquila (porque es "relativo", sino no saltaría) y de pronto
se me cruza algo (tema, persona, situación) y salto como leche hervida.
En ambos
casos me transformo en ese líquido blancuzco que todo lo salpica con una capa
arriba densa y pegajosa.
En el caso
1 ya me detecto inquieta y casi predispuesta a que algo me saque de eje, porque
conozco mis movimientos hormonales, y los temas que fácilmente me alteran. En ese
caso casi me entrego a mi propio destino y ruego porque mañana sea un mejor
día. Por suerte no son todos los días en los que arranco así.
En el caso
2 siento un onda un poco más violenta. Porque de estar calma algo tiene el
enorme de poder de sacarme de mi eje ¡y yo la vulnerabilidad de caer en sus
redes! Y no es ese algo, ¡soy yo! Ese algo tiene la función de aumentar el
fuego para que la leche hierva y yo la deje ahí, subiendo, haciendo espuma, derramándose
por el jarro… ensuciando todo lo que hay alrededor.
Cuando la
leche hierve es más difícil limpiar que cuando no. Uno lastima y se lastima.
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