Gutman abrió camino entre piedras, escombros pesadísimos anunciando otra manera de concebir la maternidad y la crianza, más aun en esta época en la que las mujeres estamos tan Yang, menos corporales, receptoras, mucho más activas.
Yo no soy su fan ni nada parecido, simplemente valoro, tomo y agradezco profundamente que haya develado esta farsa de mujeres rosas, infantiles, angelicales durante la maternidad que es una autentica revolución hormonal, física y emocional.
Dicen que tiene principios muy fundamentalistas, puede ser, pero no creo que se pueda abrir camino entre
tanto pensamiento arcaico (sin reflexión, porque las creencias tienen ese característica, son porque asi llegaron y no se cuestionan demasiado) y fuera de época como los que se venían teniendo frente a la mujer madre.
Para quienes se sientan demasiado tocados en ese momento, será otro el de leerla, pero no creo por eso valga la crítica y la descalificación que tan seguido escucho.
Esta reflexión surgió, aunque es la postura que mantengo, cuando leí el artículo que más abajo copio. Dije: que bien que le pone palabras a un tema tan fundante (para mi importantísimo!!!), que son los primeros tiempos en la vida de un ser, el cuerpo de su madre, la necesidad de contacto y que nos pasa a nosotras como mujeres hoy.
El congelamiento del cuerpo de las mujeres
Para comprender la lógica de nuestra sociedad basada en la
dominación, observemos que el problema no está en el niño que no
encuentra el cuerpo de su madre al nacer, sino en esa madre que no siente –espontáneamente- apego hacia su hijo. Ese es, desde mi punto de vista, el verdadero drama de la civilización.
Las mujeres –al igual que los varones- provenimos de historias de
desamparo, falta de cuerpo, mirada, disponibilidad afectiva, ternura,
leche o abrazos. Entonces hemos aprendido tempranamente a congelar las
emociones, el cuerpo, los deseos y las intuiciones. La distancia que hemos instaurado para que el dolor no duela tanto,
luego nos ha convertido en las mujeres que somos hoy: desapegadas y
secas. Ese frío interno, es lo que nos imposibilita sentir compasión y
apego por el niño. Todo niño humano nace de un vientre materno y anhela permanecer
en un territorio similar. Esto es intrínseco a todas las especies de
mamíferos. El verdadero problema es que las madres humanas hemos anestesiado
nuestro instinto de apego, con el objetivo de no seguir sufriendo por
esa distancia vivida cuando nosotras mismas hemos sido niñas. Es una
rueda que gira en torno a lo mismo: vacío, distancia con la propia
madre, congelamiento del cuerpo y de las emociones, anestesia vincular, luego imposibilidad o corte frente al instinto de apego sobre la nueva cría.
Si las mujeres sintiéramos la poderosa necesidad de no separarnos de nuestra cría, nadie podría imponernos ese alejamiento.
Somos las mujeres quienes –rechazantes de una cría que no sentimos
propia- permitimos, estimulamos y facilitamos que la criatura sea
alejada y tocada por personas extrañas. Claro que para comprender esa
falta de apego, tenemos que remontarnos hacia atrás. Hacia nuestras
madres y hacia las madres de nuestras madres y así, por generaciones y
generaciones de separaciones tempranas y anti humanas.
Hay dos hechos que merecen un pensamiento ordenado, para comprender el alcance del desastre ecológico respecto a la falta de apego de la madre hacia su cría. Por un lado, la masificación del maltrato en los partos. Por el otro, la represión sexual
-especialmente sobre las mujeres- durante siglos de oscurantismo y
misoginia. Ambas imposiciones son las herramientas perfectas del
Patriarcado para lograr que desaparezca todo vestigio de intuición y de apego de la madre respecto a su cría,
para convertir a cada madre en una procreadora de futuros guerreros:
niños y luego jóvenes iracundos, desesperados por falta de amor, con
rabia y con toda la potencia puesta al servicio de la revancha. O bien,
niños desvitalizados, perdidos en la tecnología, deprimidos y sin
entusiasmo ni voluntad.
Laura Gutman.
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